La terraza del Cahiers

Atardecía en la terraza del Café Cahiers. Bajo el toldo de lona, de franjas rojas y blancas, cuatro mesas de forja se alineaban a lo largo de la fachada. En una de ellas, James Fritz paladeaba su té de cardamomo y jengibre mientras contemplaba cómo Stuart Winston leía la edición de tarde del Match.

—Stuart, querido.

Stuart acariciaba su hermoso mostacho salpicado de canas. Al escuchar su nombre, dejó el periódico sobre la mesa y dedicó toda su atención a James.

—¿Sí?

—¿Puedo confesarle algo?

—Por supuesto, James. Sabe usted que las confidencias, bien entendidas, reconfortan a quien las entrega y engrandecen a quien las recibe.

—Lo celebro.

—Celébrelo, pues es así.

Dicho esto, Stuart cogió el periódico y reanudó su lectura. Los aranceles subirían este año, aseguraba el ministro Defleur, no habría otro remedio. Frente a la terraza, algunos jóvenes revoloteaban alrededor de las chicas que recogían las mesas. Desde el Sena, al final de la calle, se levantaba una brisa que refrescaba el ambiente.

James carraspeó.

—Stuart, ¿sería tan amable…?

Stuart miró a James por encima del periódico.

—Por supuesto, claro, adelante.

Los hombres se miraron durante un segundo y James habló.

—Temo que mi esposa me esté engañando, querido amigo.

Stuart asintió, cogió una galleta de mantequilla del platito de su café y se la echó en la boca.

—“Deliciosa” —pensó—. “Sin duda son las mejores. En efecto, el Cahiers puede presumir de las mejores galletas de mantequilla de todo París. El Royale hace unos panes soberbios y el Ecoteque, bueno, el Ecoteque es el Ecoteque.”

— … siempre he sostenido que un hombre se viste por los pies y su caballo es su caballo, tenga o no arnés y tenga o no calapié. Usted me conoce, Stuart. Yo no puedo decir que sí a eso ni, por supuesto, negarme.

Stuart masticó la galleta con parsimonia y recogió las migas que quedaban en el platito. Llamó al camarero. Un hombre almidonado hasta las pestañas acudió de inmediato.

—Otro café.

—Por supuesto, señor.

—Y otro platito de, ya sabe, algo para mojar.

—Sin duda. ¿Deseará algo el otro caballero?

—¿Desea usted algo, querido amigo?

James señaló su taza de té.

—Cardamomo y jengibre, gracias.

El camarero se retiró con una breve reverencia. James observó cómo desaparecía en el interior del Café. Los mullidos sillones del interior comenzaban a llenarse de caballeros dispuestos para la cena. Se volvió hacia Stuart, que leía despreocupadamente su periódico.

—Me pregunto qué opinará usted, amigo mío.

Stuart echó a un lado la sábana del diario y miró a su compañero con los ojos entornados.

—Um.

James se recostó en el respaldo.

—Exacto. Ocurre a veces que la situación se escapa de las manos, se nos escapa a todos, si me lo permite. A veces un caballero simplemente tiene que decir “no, eso no”. Y ésa y no otra es, precisamente, la dificultad de toda situación. De cualquiera de ellas, quiero decir.

Stuart se miró las manos, luego las giró y se concentró en las uñas. Las encontró perfectas, como recién embadurnadas de glicerina.

— “Sin duda un hombre es todo lo que su manicura dice de él”.

Extendió su brazo y lo sostuvo en su frente. Lo hizo sin esfuerzo, sin ningún temblor, a pesar de sus cuarenta y siete años cumplidos y su vida sedentaria, como correspondía a alguien de su dedicación intelectual. Lo flexionó y estiró varias veces y sonrió para sí. Aún conservaba una buena musculatura después de todo.

—“La clave son los hombros. Anchos y firmes.”

Recorrió con la mirada el brazo. Hombro, codo, antebrazo, y mano. Y detrás de ella, James Fritz. Mirándole en silencio.

—¿Entonces…?

Stuart recogió el brazo y parpadeó.

—Entonces… ¿qué?

—¿Qué opina usted de todo este asunto? ¿He de hacerlo?

—¿Ha de hacerlo?

Stuart miró hacia la calle, una perfecta tarde de mayo, y luego hacia el local. El almidonado camarero traía la comanda.

—Perfecto, más galletas. ¿Ha probado usted las galletas, señor Fritz? Sin duda, las mejores galletas de Paris.

Fritz observó al camarero servir las bebidas.

—El Royale puede presumir de pan pero las galletas… las mejores galletas son del Cahiers, mi querido amigo.

Fritz se encogió de hombros y Winston empezó a devorar las galletas mojándolas en el café. Cuando terminó con ellas, tomó su periódico y reanudó la lectura.

Dos días después, Stuart Winston tomaba licor de cereza en la terraza del Café Cahiers, con la mirada puesta en la orilla izquierda del Sena. Intentaba componer un verso a la primavera y miraba los álamos de la ribera, observando el suave bamboleo de su follaje, meciéndose con la brisa de la tarde.

—¡Señor Winston!

Stuart Winston giró la cabeza. Un joven corría hacia él.

—¡Señor Winston!

El joven empujó a una pareja de viandantes de la entrada a la terraza y se dejó caer frente a Stuart que, hábil, recogió de la mesa su cuaderno de notas y su pluma antes de que el joven pudiera ver sus versos.

El chico ni siquiera tomó aire.

—¡La esposa de James Fritz ha muerto!

—No me diga eso, joven.

—Se lo juro por mis muertos, señor. Le han dado una paliza de muerte.

Tomó un trago de café e hizo una mueca de desagrado.

—Joven, usted no tiene modales. Cálmese y explíquese.

—Lo siento señor.

Winston buscó al camarero con la mirada. No lo encontró.

— Acusan a Fritz de asesinato, señor.

—Eso no puede ser.

­—La señora Lorelei llevaba un tiempo indispuesta.

—Astenia.

El chico negó.

—Calenturas.

—Ajá —Wilson se mesó el mostacho.

—Sí. Dicen que Fritz la sacó de la cama y estuvo azotándola hasta que se desvaneció y ya no despertó más.

—Eso es intolerable.

—Lo es, señor.

—El señor Fritz jamás haría nada parecido.

—No, señor, él sostiene que estuvo con usted tomando café toda la tarde, que cuando llegó al palacete, la señora ya había fallecido.

—Y así fue.

—Dice no saber qué puede haber ocurrido. Por eso me han mandado a buscarle a usted, señor. Debe presentarse de inmediato en la gendarmería para corroborar la versión de Fritz.

—Descuide, lo haré.

—Gracias, señor.

—No tiene por qué darlas. Me personaré de inmediato y aclararé este penoso incidente.

El chico se marchó a toda prisa. Stuart localizó al camarero, que limpiaba una de las mesas interiores, y le llamó con un gesto. Mientras el camarero terminaba, sacó su cuaderno de notas y revisó lo escrito:

“Torpe aire de primavera,

espolón de frío invierno,

no osa el verano llegar,

los álamos…”

Cerró el cuaderno de un golpe y miró hacia los álamos del paseo.

—“Algo con los álamos, diantre.”

El camarero acudió.

—¿Tomará algo más el señor?

Los álamos bailaban con la brisa del Sena. El camarero carraspeó.

—¿Señor?

Stuart se volvió hacia el camarero.

—Sí, cómo no. Tráigame otro café. Y un platito de, ya sabe, algo para mojar.

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