El túnel número 13

Excavábamos el túnel número 13 cuando apareció el artefacto. Casi destroza el buldócer. Me bajé y le grité a Edgar que detuviera la maquinaria. Él me miraba embobado mientras yo le hacía gestos desde el fondo del túnel. Finalmente comprendió y la taladradora gigante que giraba sobre mi cabeza se detuvo.

Creo que desde el principio supe que habíamos encontrado una máquina del tiempo. Aún así, estuvimos un rato mirando la pared. Edgar dijo que parecía el sarcófago de una momia y yo le dije que eso era una gilipollez. Aunque la verdad es que algo de aquello tenía. Lo que asomaba de entre la tierra mediría unos dos metros de alto por uno y medio de ancho y estaba de pie, como en las exposiciones del Museo Británico. De acuerdo, parecía un sarcófago.

Mandé a Edgar arriba. Le dije que buscara a Palacios, que alguien tendría que hablar con Medio Ambiente. O no. Él sabría. En cualquier caso, se iba a poner contento. De un humor de pelotas, sí.

Edgar se fue mascullando y yo me quedé junto al buldócer un rato. Después cogí el martillo hidráulico y lo puse en marcha otra vez. Quería ver un poco más.

Retiré los cascotes de piedra que recubrían la estructura, dejando a la vista una plancha de metal reluciente cubierta de tierra y piedras. Por la capa en la que estábamos excavando, aquello debía de llevar muchos años allí. Sin embargo, no mostraba restos de óxido o descomposición. Eso podía significar unas cuantas cosas; la peor de ellas, que el artefacto fuera un retrete, por ejemplo, de otra excavación no declarada y que todo estuviera a punto de venirse abajo.

Cogí un trapo y lo empapé en agua. Retiré la suciedad de la superficie y apareció un ventanuco. Una luz roja parpadeaba al otro lado del cristal iluminando el interior apenas unas décimas de segundo. Me asomé, pero no se distinguía gran cosa. De cualquier modo, aquella luz era preocupante. Pensé que era la luz que se vería en las naves espaciales unos segundos después de activar la autodestrucción.

Palpé la superficie del artefacto en busca de alguna inscripción que lo identificara. Descubrí un botón. Un botón metálico a la altura de la mano. Un botón del tamaño de un dedo. Decidí que mientras nadie lo pulsara, sólo Palacios tendría que preocuparse del artefacto.

Pulsé el botón. Probablemente porque soy gilipollas.

El artefacto se abrió de golpe con un silbido neumático, fiuuu, y algo saltó de su interior, golpeándome en la cabeza. Di un par de pasos hacia atrás, lo justo para verle la cara al ser que me estaba atacando. No me sorprendió encontrarme a mí mismo. Ni la expresión de decisión en su rostro que era el mío, algo más delgado, envejecido por la locura en sus ojos. La cara que yo ponía cuando empuñaba el taladro. La cara con la que me lanzaba día tras día contra el mismo muro de piedra.

Se lanzó hacia mí manoteando en el aire. Rodamos por la penumbra del túnel mientras intentaba agarrarme del pelo y arañarme los ojos. Yo lo esquivaba como podía y chillaba pidiendo ayuda a Edgar. Estiré los brazos en busca de un asidero donde afianzarme. Aprovechó para morderme en el cuello, creo que buscando la yugular. Me sorprendió su torpeza. Me sentí, incluso, algo decepcionado conmigo mismo.

Sentí sus manos en el cuello, apretando. Empezó a faltarme el aire. Tanteé algo en el suelo, más allá de mi línea de visión. En mi cabeza se dibujó la imagen de un martillo de dibujos animados, un martillo de carpintero gigante, con su cinta roja pintada al borde del mango y una cabeza exageradamente grande. La imagen no duró mucho, la mente se me estaba apagando. Cerré los ojos y me visualicé cogiendo el martillo y atizándole con él en la coronilla. En mi alterada percepción de las realidades posibles, mi yo del artefacto acusaría el golpe encogiéndose como un acordeón y reduciendo su tamaño a un tercio de lo normal. Sin embargo, lo que ocurrió es que su cráneo hizo crack y el pobre desgraciado se apartó de mí con un cascote de roca clavado en lo alto del parietal. Intentó caminar hacia la salida del túnel, pero enseguida se desplomó a escasos metros de la perforadora.

El túnel quedó en silencio. Me apoyé en una pared y esperé la ruptura del espacio tiempo, la gran explosión, mientras recuperaba el aliento. Suponía que uno no puede encontrarse consigo mismo sin desencadenar el fin del mundo. Y no digamos matarse. Pero no pasó nada.

No me acerqué al cadáver, no soy tan morboso, pero sí que miré hacia el artefacto. Completamente abierto, con esa luz roja invitándome a entrar como si fuera un club de carretera. Tenía la sensación de que la luz parpadeaba más rápido que antes. Lo achaqué a mis propias pulsaciones.

Reparé en el silencio del túnel. Silencio total. Caminé a cámara lenta hacia el artefacto mientras una idea iba tomando forma a trompicones: ¿por qué ese silencio?

Pensé que si el viaje en el tiempo era posible, tarde o temprano, en algún momento del futuro, alguien descubriría que ese instante que yo acababa de vivir había sido el primero. Pensé que, si pudiera viajarse en el tiempo, todos los hechos históricos estarían superpoblados por turistas temporales. Turistas que no vendrían de hoy, ni de mañana sino de todos los futuros: de dentro de unos meses, el gobierno; de dentro de unos años, los militares; de dentro de un siglo, los científicos; de dentro de un milenio, todos los escolares de secundaria. ¿Por qué entonces no había nadie mirando? ¿Por qué no había, cientos, miles, millones de personas regresando simultáneamente a este momento para ver cómo empezó todo?

La luz roja iluminaba mis pies a intervalos cada vez más cortos. El artefacto se abría a mí como lo haría una planta carnívora. Decidí que no había espacio en ese túnel que pudiera soportar tanto tiempo junto y penetré a la máquina como hipnotizado.

Por dentro apestaba. Imaginé la voz de Edgar diciendo que allí olía a mierda de domingo y luché por quitarme visión de la cabeza. Aquello no era muy espacioso, apenas un asiento, una especie de banqueta acolchada, y frente a él, en un cuadro de mandos algo rústico, un pulsador de botón que parpadeaba furiosamente en rojo. Deduje que por nada del mundo debía pulsar ese botón. Que se cerraría la puerta y que entonces tendría verdaderos problemas.

No pulsé el botón, pero me senté frente al cuadro de mandos. Algo hizo clic debajo de mi culo. La luz roja desapareció y la puerta se cerró. Soy gilipollas.

El mundo empezó a girar y un resplandor blanco me cegó momentáneamente. Después, el artefacto quedó a oscuras. Me levanté a tientas e intenté abrir la puerta, pero no lo conseguí. Esperé una eternidad. Grité pidiendo ayuda, lloré, me quedé dormido. Me despertó un fogonazo rojo procedente del pulsador. Apenas unas milésimas de segundo. Suficiente para ver a través del ventanuco y casi volverme loco. Después, la oscuridad de nuevo.

Las siguientes horas no dejé de pensar. Analicé lo que había visto desde todos los ángulos. Llegué a conocer cada detalle de aquella breve visión como si la hubiera observado durante meses. O más tiempo, porque lo que había al otro lado de la ventana, al fin y al cabo, había sido mi vida entera: una pared de piedra virgen. El futuro túnel número 13.

Intenté regresar al asiento, tropecé, caí, perdí la noción del espacio. Tardé una vida en volver a orientarme y llegar al panel de control. Toqué todos los botones.

No sé cuanto tiempo pasó, probablemente días, hasta que recobré la serenidad y empecé a contar el tiempo entre fogonazos. El tiempo entre contracciones, lo llamaría más tarde, cuando de horas pasara a minutos el intervalo de oscuridad.

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 Han pasado semanas y sé que no estoy preparado. Estoy débil y desorientado, pero el parpadeo que controla mi vida parece indicar que no queda mucho para que una cabeza taladradora de quinientas toneladas me libere de esta pared que me tiene atrapado. Apareceré frente a mí mismo, me lanzaré a mis ojos y moriré con un cascote en la cabeza. Me pregunto cuántas veces se ha repetido este bucle: yo perforando el túnel número 13, mandando a Edgar a por Palacios, matándome a mí mismo y encerrándome estúpidamente en este ataúd de acero. Quizás no sea así, quizás pueda razonar conmigo mismo. Quizás sea Edgar el que aparezca frente a mí. Quizás me encuentre Palacios y me pregunte qué cojones hago aquí dentro, por qué he detenido la perforación. Cómo saberlo. Cada minuto que pasa, todo es más confuso. A veces pienso que, aunque muera, de alguna forma seguiré estando vivo hasta que consiga matarme a mí mismo en otro futuro.

Oigo la maquinaria a unos metros, el pulsador parpadea a toda pastilla. Estiro mis músculos entumecidos. Pienso que sólo tendré una oportunidad.

Esta vez seré más rápido que él.

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